Alimentados de luz y de asombro.

El lenguaje científico-técnico es preciso y descriptivo. Es funcional en el sentido de que en él sólo tienen cabida palabras y conceptos con una función unívoca dentro del paradigma científico. Es esta funcionalidad, reflejo del sistema científico-técnico, la que lo hace tan productivo. Digamos que en él se encuentran todos los engranajes que necesita la máquina del sistema científico para funcionar a pleno rendimiento, sin distracciones. Tan perfecto ha sido su funcionamiento en la consecución de sus objetivos que corremos el riesgo de llegar a asumir la ilusión de su autosuficiencia. Nada más lejos de la realidad. Al igual que la máquina, que necesita del combustible y de la chispa que lo prenda, el sistema científico-técnico, como todo sistema, necesita de elementos externos a sí mismo que lo hagan funcionar. Uno de ellos es el asombro.

Y es que la ciencia puede ser calificada de cualquier cosa menos de fatalista. Sólo el fatalismo científico lo es. La ciencia nos explica el cómo de aquello que nos asombra, sin restar un ápice a la maravilla. Somos nosotros los que nos desencantamos de la maravilla a través de la repetición automática, de la costumbre vacía. Pues en el origen, el científico al igual que el poeta, usando palabras de G. K. Chesterton, se alegra de que la hoja sea verde, porque pudo haber sido roja, sintiendo como si se hubiera vuelto verde un instante antes de haberla mirado. El poeta, ante el asombro de que la hoja sea verde escribe un poema o canta un himno. El científico, sintiendo el mismo asombro, desarrolla la teoría de la fotosíntesis, desgranando la maravilla inicial en múltiples nuevas maravillas.

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Todos hemos estudiado, dentro de la llamada fase luminosa de la fotosíntesis, conceptos tales como el de complejo antena, fotosistema, citocromo, plastoquinona o ferredoxina. Pero no siempre el estudio nos conduce a admirar las maravillas escondidas por los conceptos estudiados. Seguro que todos aprendimos cómo el electrón captado por la molécula de clorofila recorre la cadena de transporte electrónico hasta el interior del cloroplasto. Pero seguramente, no todos nos maravillamos ante el hecho de que un tipo de energía como la luz, compuesta de partículas sin masa que se comportan como una onda, sean traducidas a energía química por unos órganos tan sencillos y humildes como las hojas ¿Somos conscientes de lo que revelan y a la vez ocultan estas palabras? Seguro que a todos nos enseñaron que los carotenoides son otros pigmentos involucrados en el proceso. Pero probablemente, no todos nos sorprendimos ante la coincidencia de que la misma energía captada por estos pigmentos, sea la energía que nos permite leer estas palabras.

Es en la fase oscura de la fotosíntesis donde la luz se convierte en azúcares. Y la artífice de tal transformación es la enzima RuBisCO; la primera molécula que fija la energía química en una molécula carbonatada, al inicio del ciclo de Calvin. Y es que la luz no sólo se ve, también se come gracias a ese circuito a través del cual la energía solar que llega a las plantas, fijada por la clorofila, concentrada en los granos y en los frutos, entra en el hombre que come o bebe, pasa a sus músculos y se consume en el cuidado de la tierra.  Este circuito de luz, fundamento de la mayor parte de la vida biológica, debería ser según S. Weil,  el centro de atención de toda actividad profesional relacionada con el campo.

Sirva este comentario para que al contemplar un verde campo tratemos de captar la silenciosa transformación que en él se está produciendo. No veremos los electrones saltar de una molécula a otra, pero puede que sí sintamos como si sus hojas se hubieran vuelto verdes sólo un instante antes de mirarlas.

Cristóbal Garrido Novell

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