Según Chesterton, es un signo de enfermedad la preocupación por los procesos más que por los fines. Es natural que el que tiene dificultades para caminar se preocupe por cómo levantar su pierna izquierda flexionando su rodilla un cierto ángulo, mientras carga todo su peso sobre su pierna derecha, para dar un paso. El que no tiene dichas dificultades no pensará en este proceso, sino en hacia dónde lo llevan sus pasos. El primero camina mirando sus pies, el segundo mirando al horizonte. Igualmente, el depresivo, se preocupará más por mantener su mente ocupada con actividades más que por las actividades en sí mismas. Al levantarse, siguiendo el consejo de su psicólogo, punteará en su lista de actividades para ese día que tiene que recorrer 5 km por el parque e ir a clases de pintura; actividades que, después de haber realizado con esfuerzo, tachará de su lista al llegar la noche. La preocupación o despreocupación del mentalmente sano será, en cambio, disfrutar de esa maravillosa luz del cielo que lo ha bañado durante un paseo casual por el parque; y puede que tanto le admire dicha luz que acabe tratando de captarla en un óleo.
Y es que toda enfermedad conlleva ensimismamiento, siendo la preocupación por los procesos un reflejo del mismo. Por el contrario, la ausencia de enfermedad conlleva olvido de uno mismo.
Esta ley general es aplicable a las sociedades. Es característica de las sociedades en crecimiento la jovial creatividad institucional y procedimental, mientras que caracteriza a las sociedades estancadas o en declive la prolijidad y complejidad formal. La Revolución Francesa, en sus primeros años, creaba instituciones y procedimientos (y hacía perder a muchos la cabeza) con la misma alegría con la que un niño que empieza a hablar pone nombre a las personas y objetos que lo rodean. Esta jovialidad provenía de la alegre despreocupación revolucionaria sobre dichos procedimientos e instituciones considerados aisladamente, pues el fin de éstos era el humilde servicio a la grandiosa revolución social que se estaba produciendo. Actualmente, a muchos ciudadanos franceses ataviados con chalecos amarillos y culottes la herrumbre acumulada durante más de dos siglos sobre estos mismos procedimientos e instituciones les vuelven a hacer perder la cabeza, mientras que dichos procedimientos e instituciones son continuamente sometidos a pesados y complejos procesos de simplificación.
Esta ley general puede explicar ese espíritu de nuestro tiempo que nos lleva a la excesiva preocupación por la eficiencia en detrimento de los fines. La eficiencia es el ratio entre los resultados obtenidos y los recursos utilizados. Hasta ahí, nada problemático. El problema viene cuando es tal es nuestra preocupación por la eficiencia que nos olvidamos de que lo importante es el numerador y no el denominador; o dicho de otro modo, cuando damos más importancia a la eficiencia que a los objetivos que pretendemos alcanzar con ella, llegando al extremo de que el fin sea la eficiencia misma.
Ciertamente, podemos tender a lo más eficiente (Eficiencia = ∞ ) aumentando el numerador o disminuyendo el numerador. Pareciera que en nuestra época el numerador estuviera irremediablemente congelado; que nuestro único objetivo fuera la disminución del denominador. A ojos de nuestro tiempo, lo más eficiente, y por tanto lo mejor o necesario, es la economía de escala, el consumo de masas, la concentración de empresas, la internacionalización, las macrociudades y la hiperespecialización, nos lleven a donde nos lleven, irremediablemente. Lo más eficiente, y por tanto lo mejor, es la total y absoluta automatización. A veces parece que tratáramos de tender al infinito a través de la indeterminación matemática (Eficiencia = k/0), olvidándonos de que ésta puede resolverse como “+ ∞” ó “- ∞”. Pues alcanzar la muerte sin usar recurso alguno es también lo más eficiente.
En este sentido el campo de acción de la ingeniería agronómica desde lo público es un mirador privilegiado desde donde puede contemplarse con claridad la singular pugna entre éste y otros espíritus aparentemente menos poderosos de nuestro tiempo.
El Desarrollo Rural entendido como la promoción de los pequeños núcleos de población rural y las pequeñas explotaciones agrícolas va en contra de la eficiencia urbana y productiva promovida por la globalización. La promoción de las producciones tradicionales o artesanales a través de las distintas denominaciones de calidad va en contra de la estandarización promovida por la internacionalización de los mercados. El apoyo del comercio directo y la protección de los pequeños vendedores van en contra de la eficiencia y concentración favorecidas por la Organización Mundial del Comercio. La conservación y recuperación de las razas y variedades tradicionales va en contra del espíritu de la eficiencia materializado en las macro granjas avícolas y porcinas. Esta pugna se transparenta en las contradicciones de una Política Agrícola Común que apoya la incorporación de jóvenes y pequeños agricultores a la vez que facilita la internacionalización de los mercados agrícolas y por tanto a las grandes empresas que pueden operar en ellos.
Elogiamos, pues, esa ineficiencia que permite que los individuos sigan siendo dueños de su propio destino frente a la eficiencia que los convierte en empleados cuyo destino depende de las decisiones que tome su empresa y su bienestar del ciclo económico. Elogiamos esa ineficiencia que permite que sigan existiendo alimentos y costumbres poco comerciales pero que conservan una sabiduría transmitida de generación en generación. Elogiamos la ineficiencia entendida como despreocupación por la eficiencia, no como sinónimo de pereza, vaguedad o despilfarro.
El premio al vencedor de esta batalla está dibujado en el horizonte y es el que camina mirando al horizonte, aunque vaya de derrota en derrota, el que, sin saberlo, está saboreándolo desde el principio. El que sólo puede mirar sus propios pies, aun yendo de victoria en victoria, al final de la batalla se dará cuenta dramáticamente de que nunca pudo haber ganado.
Cristóbal Garrido Novell
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