Tanto para Platón, como para su maestro Sócrates, toda filosofía comienza con el asombro. No obstante, tras este punto de partida compartido, la filosofía platónica y la socrática se separan en cuanto a su confianza hacia el ser humano común.
Según Hannah Arendt (1), a través de los escritos de Platón, se trasluce la confianza de Sócrates en la mayéutica. La mayéutica era literalmente la labor de la matrona. Sócrates se veía a sí mismo como una matrona que a través del diálogo sincero y amistoso ayudaba a cada uno de sus interlocutores a parir su verdad. Sí, su verdad y no la verdad. Porque Sócrates, al contrario que Platón, confiaba en que las opiniones o doxa eran reflejos valiosos de una verdad que nadie tiene, pero a la que nos encaminamos por medio del diálogo. Por eso él “sabía que no sabía nada”.
Pero Sócrates fue condenado a muerte por esos mismos a los que intentaba hacer parir su verdad. Para Hannah Arendt, esta traumática experiencia del juicio y muerte de su maestro vivida por Platón llevó a su filosofía, y con ella a toda la filosofía occidental, a desviarse hacia una contemplación desencarnada que despreciaba la doxa; que veía la labor del filósofo como la de un cultivador del conocimiento de la verdad, pero de espaldas a la polis, a la gente común.
Al final de esa misma corriente filosófica, la occidental, llegamos a Hegel (s. XVIII y XIX). Hegel explica la historia mediante eso que él llama la dialéctica del espíritu. Mediante esta dialéctica (tesis, antítesis y síntesis), que es una especie de Providencia inmanente, el devenir de la historia fluye con sentido a pesar de que los hombres, los seres que impulsan dicha historia no busquen ese sentido. Hegel, como toda la filosofía occidental desde Platón, seguía interpretando o contemplando la realidad y para ello miraba, desde el presente, hacia el pasado.
La ruptura de esta tradición contemplativa o interpretativa de la filosofía la llevó a cabo Marx. Marx adopta toda la filosofía hegeliana, dándole la vuelta. Transforma la dialéctica del espíritu en la dialéctica materialista y en lugar de interpretar o contemplar la verdad del pasado desde y en el presente pretende construir la verdad del futuro desde el presente. De ahí su famosa frase “los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Marx, sin salirse del marco conceptual de toda la filosofía occidental desde Platón, le da la vuelta, dando consistencia filosófica a eso que venía apuntando desde la más temprana Revolución Industrial: la sociedad materialista industrial. Marx, como todos los filósofos desde Platón a Hegel, tiene a la Idea muy por encima de las ideas de la gente común. Pero hasta Marx, la Idea estaba sólo para contemplarla, a partir de Marx la Idea es el inicio de un proceso político que arrolla los pensamientos y la vida de la gente común; proceso que hoy llamamos ideología.
Hannah Arendt, en su libro “Historia de la Teoría y la Acción Política” (1), concluye que Marx dejó el terreno filosófico despejado y abonado para el desarrollo teórico de los totalitarismos e ideologías del s. XX (capitalismo-comunismo, nazismo, fascismo, etc). Y, mediante el fracaso de estos, a parir de sus detritus, al desarrollo de todas las ideologías post-modernistas derivadas de nuestro s. XXI.
Llegados a este punto, los esperemos que pacientes lectores se estarán preguntando ¿qué tendrá que ver esto con la agricultura? A continuación, trataremos de explicar cómo la humilde agricultura, contra toda previsión, puede ayudarnos a salir de ese punto muerto llamado postmodernismo o nihilismo post-marxista. Ese postmodernismo que se debate entre la pura transformación de la materia y la pura contemplación de la nada. Para ello dejemos hablar a Fabrice Hadjaj (2).
Según Hadjaj existe una diferencia esencial entre el trabajo del artesano o industrial y el trabajo del campesino o agricultor: “El artesano imprime una forma en la arcilla, la madera o la plata, y de la naturaleza reclama, sobre todo, materiales. El campesino, por el contrario, acompaña el crecimiento de una forma natural. El escultor puede tener una relación casi despótica con el mármol. Pero la manzana comestible no se esculpe, no se hace crecer la hierba tirando de ella hacia arriba. Cultivar es acoger un proceso, un dinamismo que nosotros no hemos producido, para llevarlo a una nueva plenitud. Y por eso la agricultura contiene ya en sí una dimensión de honor y de responsabilidad, y puede servir de símbolo para una primera apertura a lo Trascendente. El agricultor reconoce que el fruto no es fruto solamente de sus esfuerzos, sino ante todo de la naturaleza, de un don inicial que no es únicamente el don de un material, sino de una forma y de una formación que él no ideó. Sí que está el sudor de su frente que gotea sobre un suelo a menudo ingrato, pero aun siendo él el autor de la siembra, no lo es ni de la semilla ni de su brotar hacia el cielo.”
Para Hadjaj la salida de esa contradicción entre el puro contemplar la realidad de los filósofos antes de Hegel y la pura construcción de la realidad o transformación de la materia según nuestros intereses de clase o individuales de los filósofos y políticos a partir de Marx, puede solucionarse aprendiendo de la esencia de la agricultura. La agricultura nos enseña que no se trata solamente de contemplar, ni de solamente transformar, sino de participar en la transformación de lo dado (la naturaleza), de lo que nos precede; de un “acompañar a un dinamismo de una forma dada” que es a la vez contemplación y transformación.
Hadjaj se centra en el plano natural, en lo que nos precede de forma natural. Pero también hay un plano humano que precede a toda agricultura, del que también la política y la filosofía pueden aprender. Todo el bagaje de prácticas culturales transmitidas de generación en generación constituye un proceso que tiene su propia dinámica, y que también el agricultor ha de acoger, como a los procesos dinámicos naturales, y acompañar en su crecimiento y transformación para llevarlo a su plenitud. En este plano, la esencia de la agricultura también evita el desapego de la pura contemplación y la tiranía de la pura transformación, es a la vez contemplación de lo recibido para acompañarlo en su transformación. Es dialogar con nuestros antepasados, en una mayeútica socrática que no se limita a nuestros contemporáneos, sino que se extiende al pasado.
Existe un tercer ámbito en la agricultura que procede de la intersección de los dos planos anteriores, el humano y el natural. Nos referimos a la transmisión de ecosistemas humanizados, como la dehesa o la campiña; de plantas o animales humanizados a través de siglos de selección varietal o racial: la transmisión de un mundo culturizado, una casa común. Desde el paleolítico, en ellos se entrelazan las dinámicas de la naturaleza y de los agricultores, para ser de nuevo acogidas por agricultores que las acompañarán, contemplándolas y transformándolas simultáneamente, hasta una nueva plenitud.
Somos conscientes de que esta agricultura ideal de la que nos hacemos eco o ha perecido o está en vías de perecer. Quizás sólo ha existido de forma fugaz o ideal. Pero, aunque sólo sea en su esencia, la agricultura nos enseña con humildad y sencillez cómo nuestra sociedad puede volver a encontrar ese asombro original, ese mismo asombro que deslumbró a Sócrates, sin caer en el elitismo de las ideas de Platón ni en la tiranía de esa otra idea que es la dialéctica materialista de Marx: acompañando en su dinamismo lo recibido, ya sea natural o humano, y cooperando con respeto en su transformación hacia una nueva plenitud en todos los ámbitos de la vida humana.
Cristóbal Garrido Novell.
Referencias no enlazadas en el texto:
(1) “Historia de la teoría y la acción política”. Arendt, H. Ediciones Voz de los sin Voz. Movimiento Cultural Cristiano.
(2) “La radicalidad de lo sencillo”. Hadjad, F. Ediciones Voz de los sin Voz. Movimiento Cultural Cristiano.